Iban a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de matrimonio. En los seis meses anteriores le había enviado varias veces una camelia blanca, pero ella se la devolvía en la carta siguiente, para que no dudara de que estaba dispuesta a seguirle escribiendo, pero sin la gravedad de un compromiso. La verdad es que siempre había tomado las idas y venidas de la camelia como un retozo de amores, y nunca se le ocurrió planteárselo como una encrucijada de su destino. Pero cuando llegó la propuesta formal se sintió desgarrada por el primer arañazo de la muerte. Presa de pánico se lo contó a la tía Escolástica, y ella asumió la consulta con la valentía y la lucidez que no había tenido a los veinte años cuando se vio forzada a decidir su propia suerte:
-Contéstale que sí -le dijo-. Aunque te estés muriendo de miedo, aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas a arrepentir toda la vida si le contestas que no.
Sin embargo, Fermina Daza estaba tan confundida que pidió un plazo para pensarlo. Pidió primero un mes, luego otro y otro, y cuando se cumplió el cuarto mes sin respuesta volvió a recibir la camelia blanca, pero no sola dentro del sobre como las otras veces, sino con la notificación perentoria de que esa era la última: o hora o nunca. Entonces fue Florentino Ariza quien le vio la cara a la muerte, esa misma tarde, cuando recibió un sobre con una tira de papel arrancada del margen de un cuaderno de escuela, y con la respuesta escrita a lápiz en una sola línea: Está bien, me caso con usted si me promete que no me hará comer berenjenas.
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Coméntale, igual no voy a leer ni madre.